A mi amiga Eri,
que me espera paciente a que termine de llorar en el cine hasta el último crédito...
" Sólo existen dos cosas: el amor en todas sus manifestaciones (...) y la música de Nueva Orleans o la de Duke Ellington", Boris Vian
Michel Gondry (¿les gustó Eterno resplandor de una mente sin recuerdos?) nos ofrece esta vez un trago exquisito, para muchos quizás un poco excesivo. Fruto de la devoción por la lectura de una de las novelas más tristes de la historia, el director se pone a jugar con las imágenes surrelistas del escritor francés Boris Vian y no escatima en colores, recursos, locura y emoción.
Mezclen en el piano-coktail de Colin, el protagonista, cinco medidas de felicidad azul y cinco medidas de angustia morada; agreguen la sonrisa naive de Romain Duris y el irresistible encanto de Audrey Toutou; revuelvan enérgicamente con la música de Duke Ellington y llenen una copa con ese dulce elixir. Después bébanse ese trago de 131 minutos, sin despegar los ojos de una pantalla hipnótica.
Si leyeron la novela como yo hace 30 años, necesitarán locamente abrir el libro con las marcas de la sorpresa de la primera lectura de aquellos tiempos y comprobarán atónitos que Gondry asumió la demencial tarea de trasladar las imágenes surrealistas de Vian, creadas en su mente, al lenguaje del cine. Todo teñido con una estética que nos recuerda los años setenta en los que fuimos adolescentes, con las máquinas de escribir, el culto a la amistad y a las utopías, los televisores en blanco y negro, los discos de vinilo, el amor a los libros...
Y no solo las imágenes, sino también los diálogos. Respetados casi devotamente. Esos diálogos que le dan carnadura a los adorables e inolvidables personajes de La espuma de los días (1947): Clohé, la chica con nombre de canción; Nicolás el chef-mejor amigo que todos quisiéramos tener en nuestra cocina; Chick el coleccionista obsesivo de los libros de Jean Sol Partre. Y por supuesto Colin, que " era tan bueno que se veían los pensamientos azules y malvas agitarse en las venas de sus manos". Colin que solo quiere ser feliz : "Lo que me interesa no es la felicidad de todos los hombres: es la de cada uno".
Me pregunto cómo Boris Vian pudo transmitir tanta belleza, tanto amor a la vida y tanto desencanto a la vez. Esa angustia existencialista sartreana queda convertida en angustia poética. Quizás por eso, para distinguirse del filósofo francés, parodie tan cruelmente a Jean Paul Sartre; no es a través de la razón sino del corazón que podremos acercarnos a lo inefable.
Y lo inexplicable de la vida es que en ella crezca la muerte, solapadamente, como un bello nenúfar blanco que va comprimiendo nuestro pulmones cuando menos lo esperamos.
Entonces nos convertimos en desterrados del paraíso, mucho más desdichados cuando conocimos la fugaz felicidad.
En una hermosa escena, en la que por la magia del cine la pantalla se parte en dos, en una mitad llueve y en la otra es un día soleado en la campiña. En ese momento se preanuncian esos dos momentos del film. Todas las sonrisas, las nubes, las flores, las danzas, la ternura de un ratoncito compañero y la abundancia de quien lo tiene todo y puede dedicarse a vivir la vida jugando como un niño que nos seducen en la primera parte de la película nos arrojan más desesperadamente a lo irremediable.
"La gente no cambia. son las cosas las que cambian" dice Colin. Y Gondry le tomó la palabra, las cosas en la película tienen una importancia superlativa. Los objetos, verdaderos diseños con valor artístico, están animados, animalizados como el timbre araña o como esa casa viva que se va achicando cada día para acompañar la agonía laboriosa de la dulce Clohé.
El cameo de Gondry en el papel del doctor Mangemanche parecería subrayar la idea de que ni siquiera esta película realizada con toda su pasión o la magia del cine en general podrá salvarnos. Estamos solos y arrojados a un mundo sin sentido. Eso lo sabía muy bien el joven Boris Vian en el ´47, eso lo sabe muy bien Michel Gondry en la segunda década del siglo XXI.