"Piensa en mi
cuando sufras
cuando llores
tambien piensa en mí"
cuando sufras
cuando llores
tambien piensa en mí"
Sé que no existen las casualidades, lo sé desde hace mucho. Ahora sé que no fue casualidad que el viernes haya empezado un magnífico seminario sobre el cine de Almodóvar con la profesora Carolina Guidice, y que el sábado me haya zambullido en "La flor de mi secreto", y haya vuelto a ver esa escena antológica en la que Marisa Paredes, va a ahogar la tristeza del abandono en una copa en el bar del que es asidua concurrente y en la pantalla de la televisión, después de un bizarro concurso de gritos (esos gritos que ella no puede sacar de sus entrañas) aparezca, en otro canal, Chavela, cantando, Chavela diciendo cada palabra que va llegando al corazón de la protagonista deshaciendo el nudo, allí donde anida la tristeza, y por fin puede llorar.
No es casual que me haya reencontrado con esta cantante única y se la haya presentado a mi hijo Manuel. Le dije que tenía más de 90 años, una vida de excesos, una vida vivida hasta la médula...
Por eso, cuando uno piensa que algunas personas son eternas, nos sacude la noticia de su muerte. En realidad, nos golpea para recordarnos que ellas vivirán para siempre en su arte, que tendremos, allí, en nuestro corazón por siempre.
Comparto con ustedes esta carta del manchego, que le abrió una puerta en sus películas y en su vida. A través de Almodóvar muchos conocimos a Chavela en los 90 y nos apropiamos de esta cantante singular. Y no digo nada más, ¿qué se puede agregar a palabras como las que siguen?
" Durante veinte años la busqué en sus escenarios habituales y desde
que la encontré en el diminuto backstage de la madrileña Sala Caracol
llevo otros veinte años despidiéndome de ella, hasta esta larguísima
despedida, bajo el sol abrasivo del agosto madrileño.
Chavela Vargas hizo del abandono y la desolación una
catedral en la que cabíamos todos y de la que se salía reconciliado con
los propios errores, y dispuesto a seguir cometiéndolos, a intentarlo
de nuevo.
El gran escritor Carlos Monsiváis dijo “Chavela Vargas ha sabido expresar la desolación de las rancheras con la radical desnudez del blues”.
Según el mismo escritor, al prescindir del mariachi Chavela eliminó el
carácter festivo de las rancheras, mostrando en toda su desnudez el
dolor y la derrota de sus letras. En el caso de “Piensa en mí”, (eso lo
digo yo) una especie de danzón de Agustín Lara, Chavela
cambió hasta tal punto el compás original que de una canción pizpireta y
bailable se convirtió en un fado o una nana dolorida.
Ningún ser vivo cantó con el debido desgarro al genial José Alfredo Jiménez como lo hizo Chavela. “Y
si quieren saber de mi pasado, es preciso decir otra mentira. Les diré
que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor, que triunfé en el amor
y que nunca (YO NUNCA, cantaba ella) he llorado”. Chavela creó con
el énfasis de los finales de sus canciones un nuevo género que debería
llevar su nombre. Las canciones de José Alfredo nacen en los márgenes de
la sociedad y hablan de derrotas y abandonos, Chavela añadía una
amargura irónica que se sobreponía a la hipocresía del mundo que le
había tocado vivir y al que le cantó siempre desafiante. Se regodeaba en
los finales, convertía el lamento en himno, te escupía el final a la
cara. Como espectador era una experiencia que me desbordaba, uno no
está acostrumbrado a que te pongan un espejo tan cerca de los ojos, el
desgarro con tirón final, literalmente me desgarraba. No exagero.
Supongo que habrá alguien por ahí que le pasara lo mismo que a mí.
En su segunda vida, cuando ya tenía más de setenta años, el tiempo y
Chavela caminaron de la mano, en España encontró una complicidad que
Méjico le negó. Y en el seno de esta complicidad Chavela alcanzó una
plenitud serena, sus canciones ganaron en dulzura, y desarrolló todo el
amor que también anidaba en su repertorio. “Oye, quiero la estrella
de eterno fulgor, quiero la copa más fina de cristal para brindar la
noche de mi amor. Quiero la alegría de un barco volviendo, y mil
campanas de gloria tañendo para brindar la noche de mi amor.” A lo
largo de los años noventa y parte de este siglo, Chavela vivió esta
noche de amor, eterna y feliz con nuestro país, y como cada espectador,
siento que esa noche de amor la vivió exclusivamente conmigo. Chavela te
cantaba solo a tí, al oído, y cuando el torrente de su voz fue menos
potente, (no hablo de declive, ella no lo conoció, hizo y cantó lo que
quiso y como quiso) Chavela se volvió más íntima. Las mejores versiones
de “La llorona” las interpretó en sus últimos conciertos. Abordaba la
canción con un murmullo, y en ese tono continuaba, recitando palabra por
palabra, hasta llegar al épico final. Cantar lo que se dice cantar solo
cantaba la última estrofa, de un modo ascendente hasta gritar su última
y breve palabra. “Si como te quiero quieres llorona, quieres que te quiera más. Si ya te he dado la vida, llorona, qué más quieres. ¡Quieres MÁS!" Estremecía escuchar la palabra “más” gritada por Chavela.
La presenté en decenas de ciudades, recuerdo cada una de ellas, los
minutos previos al concierto en los camerinos, ella había dejado el
alcohol y yo el tabaco y en esos instantes éramos como dos síndromes de
abstinencia juntos, ella me comentaba lo bien que le vendría una copita
de tequila, para calentar la voz, y yo le decía que me comería un
paquete de cigarrillos para combatir la ansiedad, y acabábamos
riéndonos, cogidos de la mano, besándonos. Nos hemos besado mucho,
conozco muy bien su piel.
Los años de apoteosis española hicieron posible que Chavela debutara
en el Olympia de París, una gesta que solo había conseguido la gran Lola
Beltrán antes que ella. En el patio de butacas tenía a mi lado a Jeanne Moreau,
a veces le traducía alguna estrofa de la canción hasta que Moreau me
murmuró “no hace falta, Pedro, la entiendo perfectamente” y no porque
supiera español.
Y con su deslumbrante actuación en el Olympia parisino consiguió, por
fin, abrir las puertas que más férreamente se le habían cerrado, las
del Teatro Bellas Artes de Méjico DF, otro de sus sueños. Antes de la
presentación en París un periodista mejicano me agradeció mi generosidad
con Chavela. Yo le respondí que lo mío no era generosidad, sino
egoísmo, recibía mucho más que daba. También le dije que aunque no creía
en la generosidad sí creía en la mezquindad, y me refería justamente al
país de cuya cultura Chavela era la embajadora más ardiente. Es cierto
que desde que empezara a cantar en los años cincuenta en pequeños antros
(¡lo que hubiera dado por conocer El Alacrán, donde debutó con la
bailarina exótica Tongolele!) Chavela Vargas fue una
diosa, pero una diosa marginal. Me contó que nunca se le permitió cantar
en televisión o en un teatro. Después del Olympia su situación cambió
radicalmente. Aquella noche, la del Bellas Artes del D.F., también tuve
el privilegio de presentarla, Chavela había alcanzado otro de sus sueños
y fuimos a celebrarlo y a compartirlo con la persona que más lo
merecía, José Alfredo Jiménez, en el bar Tenampa de la
Plaza de Garibaldi. Sentados debajo de uno de los murales dedicados al
inconmensurable José Alfredo bebimos y cantamos hasta el amanecer (ella
no, solo bebió agua aunque al día siguiente los diarios locales
titulaban en su portada “Chavela vuelve al trago”). Cantamos hasta el
delirio todos los que tuvimos la suerte de acompañarla esa noche, pero
sobre todo cantó Chavela, con uno de los mariachis que alquilamos para
la ocasión. Era la primera vez que la escuchábamos acompañada por la
formación original y típica de las rancheras. Y fue un milagro, de los
tantos que he vivido a su lado.
En su última visita a Madrid, en una comida íntima con Elena Benarroch, Mariana Gyalui y Fernando Iglesias,
tres días antes de su presentación en la Residencia de Estudiantes,
Elena le preguntó si nunca olvidaba las letras de sus canciones. Chavela
le respondió: “a veces, pero siempre acabo donde debo”. Me
tatuaría esa frase en su honor. ¡Cuántas veces la he visto terminar
donde debe! Aquella noche en el indescriptible bar Tenampa, Chavela
terminó la noche donde debía, bajo la efigie de su querido compañero de
farras José Alfredo, y acompañada de un mariachi. Las canciones que ella
desagarró en el pasado, acompañada por dos guitarras, volvieron a sonar
lúdicas y festivas, donde y como debía ser. “El último trago” fue
aquella noche un delicioso himno a la alegría de haberse bebido todo, de
haber amado sin freno y de seguir viva para cantarlo. El abandono se
convertía en fiesta.
Hace cuatro años fui a conocer el lugar de Tepoztlán donde vivía,
frente a un cerro de nombre impronunciable, el cerro de Chalchitépetl.
En esos valles y cerros se rodó Los siete magníficos, que a su vez era la versión americana de Los siete samuráis de Kurosawa.
Chavela me cuenta que la leyenda dice que el cerro abrirá sus puertas
cuando llegue el próximo Apocalipsis y solo se salvarán los que acierten
a entrar en su seno. Me señaló el lugar concreto de la ladera del cerro
donde parecían estar dibujadas dichas puertas.
Circulan muchas leyendas, orgánicas, espirituales, vegetales,
siderales, en esta zona de Morelos. Además de los cerros, con más roca
que tierra, Chavela también convive con un volcán de nombre rotundo,
Popocatépetl. Un volcán vivo, con un pasado de amante humano, rendido
ante el cuerpo sin vida de su amada. Tomo nota de los nombres en el
mismo momento en que salen de los labios de Chavela y le confieso mis
dificultades para la pronunciación de las “ptl” finales. Me comenta que
durante una época las mujeres tenían prohibido pronunciar estas letras.
¿Por qué? Por el mero hecho de ser mujeres, me responde. Una de las
formas más irracionales (todas lo son) de machismo, en un país que no se
avergüenza de ello.
En aquella visita también me dijo “estoy tranquila”, y me lo
volvió a repetir en Madrid, en sus labios la palabra tranquila cobra
todo su significado, está serena, sin miedo, sin angustias, sin
expectativas (o con todas, pero eso no se puede explicar), tranquila.
También me dijo “una noche me detendré”, y la palabra “detendré” cayó con peso y a la vez ligera, definitiva y a la vez casual. “Poco a poco”, continuó, “sola, y lo disfrutaré”. Eso dijo.
Adiós Chavela, adiós volcán.
Tu esposo, en este mundo, como te gustaba llamarme,
Pedro Almodóvar. "
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