“El otro cielo” de Julio Cortázar y “Mulholland Drive” de David Lynch
“…porque los pasajes y las galerías han sido mi
patria secreta desde siempre”
JULIO CORTÁZAR, “El otro cielo”
A Julio Cortázar, mi autor favorito en el día del escritor
El presente trabajo comparativo pretende
simplemente entreabrir la puerta del laberinto para asomarnos a dos obras de
arte contemporáneas que por su riqueza y sugestión invitan al lector y al espectador a revisitarlas con
el ingenuo afán de desvelar sus misterios o simplemente para volver a perderse
en sus oscuros pasadizos.
Aunque lejanos en el tiempo y en el
espacio, Julio Cortázar y David Lynch, tienen en común una concepción lúdica
del arte. Sus obras desafían la curiosidad y proponen un juego participativo
que la recepción debe completar después de varias lecturas.
En ambos textos los espacios escogidos
funcionan como marcos simbólicos para un enunciado doble, especular. Los
respectivos protagonistas, prisioneros de una realidad represiva y frustrante
se desdoblan y “pasan” a ese otro mundo “el de los sueños”, en ambos casos
asociado a lo prohibido y peligroso y a la concreción del deseo erótico.
Ya desde sus títulos, los textos aluden a
esos espacios que posibilitan el pasaje. “El otro cielo”, hace referencia a los
altos cielorrasos de estuco de la Galería
Güemes en Buenos Aires y de la Galería Vivienne; “Mullholland
Drive” es una calle sinuosa, camino al borde del precipicio, desde cuyas
alturas pueden verse las luces de Hollywood. No es casual que Cortázar haya
elegido París, la Ciudad Luz
durante la Belle
Époque, para que el gris protagonista porteño se pierda en un mundo nocturno de
galerías, cafés y bohardillas iluminados con picos de gas. Del mismo modo,
Lynch elige una calle en Hollywood, la “fábrica de sueños”, para contar una rara
historia en la que se entrelaza el amor y la traición con los siniestros
intereses de la industria del cine.
En
el cuento de Cortázar, el plano de la realidad y el de la ensoñación se van
tejiendo como en una guirnalda, elemento repetido como un leit motiv para
aludir a la ornamentación del paraíso artificial de las galerías y para
subrayar los pasajes que van conformando el relato. Ambos planos, que funcionan
como perfectos opuestos, simbolizan la dualidad del protagonista, tironeado por
la formalidad de su vida pequeño burguesa en Buenos Aires y la bohemia parisina
anhelada. El protagonista en Buenos Aires es corredor de Bolsa, es un soltero
“que vive todavía en casa de su madre”[1], circunstancia que justifica su sumisión al
tácito autoritarismo de una madre sobre protectora y posesiva. Además está
comprometido con Irma, “la más buena y generosa de las mujeres”[2], Irma, la que siempre lo espera “con la
sonrisa de las novias arañas”[3]. En Buenos Aires, es el bochornoso calor del
verano lo que empuja al protagonista a buscar la sombra del Pasaje Güemes, “esa
noche artificial que ignoraba la estupidez del día y el sol ahí afuera”. Del
Pasaje Güemes sale a la Galerie Vivienne
y así al plano de París, donde siempre es de noche y la felicidad es posible con
Josiane, entre las risas y los abrazos de las prostitutas, el humo y el ajenjo,
el miedo al estrangulador, la guerra y la nieve. París es para el protagonista
“ese mundo diferente donde no había que pensar en Irma y se podía vivir sin
horarios fijos, al azar de los encuentros y de la suerte.”[4]
Para reforzar el tema del doble, Cortázar
multiplica los desdoblamientos: la historia está dividida en dos partes, dos
ciudades, dos guerras (la franco prusiana en París y la Segunda Guerra Mundial en Buenos
Aires), dos lenguas, la invitación a reconocer los dos epígrafes de “Cantos de
Maldoror” de Isidoro Ducasse- Conde de Lautremont, la clara alusión a este
poeta en la figura del sudamericano y al perverso personaje de Maldoror en el
estrangulador Laurent. Y todos esos dobleces caben en el deseo del
protagonista, que pugna por ser otro. Ajenidad que reconoce propia cuando está
perdido irremediablemente en la seguridad conformista de su resignada vida en
Buenos Aires: “Algunos días me da por pensar en el sudamericano, y en esa rumia
desganada llego a inventar como un consuelo, como si él nos hubiera matado a
Laurent y a mí con su propia muerte”[5]
El narrador en primera persona protagonista
narra esta historia desde un presente nostálgico que entiende que esta historia
sólo puede narrarse en pasado: “digo que me ocurría, aunque una estúpida
esperanza quisiera creer que acaso ha de ocurrirme todavía.”[6] Ya
casado y esperando un hijo, y con las
responsabilidades del trabajo, el protagonista queda atrapado “del lado de
acá”, en el mundo diurno y previsible del “hombre de bien”, destino forjado por
las buenas intenciones de su madre. Siente que la guirnalda está
definitivamente cerrada y entre una cosa y otra se queda prisionero de su vida
plana: “sencillamente me quedaré en casa tomando mate y mirando a Irma y a las
plantas del patio”[7]
En el film de David
Lynch, titulado en la
Argentina “El camino de los sueños”, lo onírico lo contamina
todo, enunciado y enunciación. El difuso límite entre sueño y realidad toma al
espectador desprevenido, ya desde los créditos en los que aparece una danza
frenética seguida por un collage de imágenes y escenas inconexas entre sí que,
en una segunda lectura, funcionan como claves para la interpretación de la
historia. La dulce Betty sonriéndole al futuro, acompañada de dos ancianos
bondadosos, el primer plano de una revuelta cama roja, el cartel de la calle
Mulholland Dr. iluminada por una luz titilante, el lujoso auto, la amenaza y el
inesperado accidente, los perfectos jardines de las mansiones de Sunset
Bulevard, la cafetería Winkie´s y la narración del sueño que se hace realidad,
realidad que es muerte, que es mendiga, que es pura fealdad ominosa que no
puede mirarse sin morir o volverse loco… Y después de esos saltos
(aparentemente inconexos) de los que pronto nos olvidamos, comienza la
tranquilizadora historia de Betty, la
bella e inocente rubia que llega a Hollywood cargada de sueños. Betty que llega
protegida por la bendición de esos dulces ancianos que conoció en el avión y el
tradicional cartel del aeropuerto “Welcome to Los Angeles”. Betty que entra al
lujoso barrio privado donde vive su tía Ruth y recorre extasiada la lujosa
casa… y Lynch nunca nos engaña, la cámara subjetiva que sigue a la protagonista
y mira por sus ojos nos está dando una pauta de interpretación, hasta su
exclamación ante la espaciosa y hermosa cocina “Es increíble”, está allí para
alertarnos sobre la consistencia fantástica de los hechos narrados.
Y dentro de la casa está “ella”, la
sensual morocha sobreviviente del accidente que ha llegado amnésica a esa casa.
Betty encuentra su ropa, su cartera y acepta con extraña naturalidad la
presencia de la intrusa. En un juego de espejos, empieza a desplegarse el tema
del doble, que Lynch multiplicará hasta
el infinito. En un antológico fotograma, perfecta síntesis, “ella” que se mira en
el espejo circular, “ella” que no recuerda su nombre (porque para la economía
narrativa es simplemente “ese oscuro objeto del deseo”) y el afiche reflejado detrás
de su bello rostro le proporciona el nombre del ícono sexual por excelencia:
Rita (la inmortal Gilda, la femme fatal).
“Rita” no recuerda nada, no sabe por qué
en su cartera repleta de dólares hay una misteriosa llave azul. Con
sorprendente predisposición, “Betty” se hace cómplice y le propone llamar a la
policía “fingiremos ser otra persona, sólo para saber si hubo un accidente en
Mulholland Dr.”
Y las bellas mujeres hermanadas por el
misterio van entrelazando sus almas y sus cuerpos, y será en Winkie´s, donde en
“Rita” se despierte el recuerdo de un nombre que ve en la identificación de la
camarera: Diane. Diane Selwyn, el nombre necesario que las llevará a encontrar
la pobre vecindad, el pobre y sucio cuarto, las abyectas sábanas rojas donde
yace el cadáver de una mujer a la que la muerte le ha robado el rostro.
Ya las voluptuosas mujeres jugarán frente
al espejo a ser gemelas idénticas aunque sepan que ese puro reflejo no es más
que puro simulacro, apenas una peluca rubia de pelo de muñeca. Y será un sueño
en otra lengua la que las conduzca, juntas como gemelas, en un taxi, en la
solitaria madrugada, al Club Silencio, lugar en el que se refuerza la idea de
representación, de ficción: “No hay banda. No hay orquesta”. En el Club Silencio
todo es artificio. Rebeca del Río, con su lágrima pintada, canta para ellas: “yo
pensé que te olvidé pero te quiero mucho más que ayer” y el llanto las
hermana y las lava por dentro y por fuera aunque el artificio está a la vista,
la cantante cae en el escenario pero sigue cantando en un burdo playback.
Misteriosamente, dentro de la cartera
aparece la cúbica caja azul para la misteriosa llave que devolverá a la
protagonista al plano de la insoportable realidad: su historia de amor, celos,
humillación y traición. Asistiremos al reverso de la historia y descubriremos
que el sueño la redime de ser Diane Selwyn, la amante de Camilla Rhode (la
“protagonista”, la ganadora, la elegida). Diane abandonada y deprimida en su
triste casa, en su triste vecindad. Y todo va encontrando su perfecto opuesto:
la bata de seda de Betty se convierte en la sucia bata blanca de Diane. Y el
director de cine, Adam Kesher que se enamora a primera vista de Betty pero es
perseguido por la mafia y no puede elegirla para su película es el cínico
antagonista que le roba el amor de Camilla y la humilla en público, y los
dólares… son el sucio precio para pagar la venganza.
El sueño de Diane, raro e inexplicable,
como todos lo sueños, concreta su deseo de amor, de aceptación, de
protagonismo. Y es un sueño fantástico, desmadejado del otro lado de la culpa y
el disparo final, para volver a recomenzar.
En conclusión, los protagonistas de ambos
textos logran, a través del desdoblamiento, concretar el deseo, olvidar por un
momento su triste destino. El narrador homodiegético en primera persona en “El
otro cielo” y la focalización interna y subjetiva desde el punto de vista de
Diane en “Mulholland Drive” permiten desarrollar con naturalidad ambos relatos
fantásticos nutridos con la ambigua sustancia de los sueños, construidos con el
reflejo de infinitos espejos enfrentados. Relatos laberintos que nos invitan a
perdernos una y otra vez en la ficción, “como para tapar la realidad”[8].
*Este ensayo, de mi autoría, fue presentado como trabajo final para el seminario "El doble en el Cine y la Literatura", dictado por la Licenciada Laura Esponda, en la Universidad Nacional de Quilmes, en Junio de 2011 y publicado en el blog del curso.
[1] Cortázar, Julio, “El otro cielo” en Todos los fuegos el fuego,
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1977, página 172
[2] Cortázar, op. cit., página 170
[3] Cortázar, op. cit., página 191
[4] Cortázar, op. cit., página 178
[5] Cortázar, op., cit., página 197
[6] Cortázar, op. cit., página 167
[7]Cortázar , op., cit., página 197
[8] Borges, Jorge Luis, “El sur”.
Extraordinario Trabajo, lo leí en profundidad ayer, termine a las dos de la mañana fue un día de mucho trabajo pero no podía dejar de leerlo, me interesa mucho como piensas, las relaciones que haces y los vínculos que hallaste van a los ejes mas importantes de las obras, que mas decirte, el placer intelectual y profundo de tu análisis me ha acercado a David Linch, recuerdo ese filme cada tanto y la inquietud inexplicable que me había dejado quizás me impidió hasta ahora de volver a verlo. Después de leer tu texto la voy a buscar, espero encontrarla aquí en idioma original. El tuyo es un trabajo para leer mas de una vez,lo Haré. Gracias por compartir estas piezas tan valiosas de tu produccion intelectual. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarHola Laura, gracias por tus palabras tan alentadoras.
EliminarTanto el texto de Cortázar como la película de Lynch me resultan apasionantes. Quizás por el hecho de que sean tan ambiguos y escurridizos... La película de Lynch es maravillosa, tan onírica. Si te fijás en Internet hay un montón de páginas que intentan dar claves, "explicarla"... como si se pudiera. Eso pasa siempre con las películas "de culto", así llegan a "recetarios" ridículos.
Lo importante es dejarse conomover por obras como estas, como vos decís, permitir que la inquietud, el desasosiego que nos producen se queden pegados como "babas del diablo" después de que uno vio el film, o leyó el cuento. Mucho después, en el momento menos pensado, logramos "entender" algo, realizar alguna conexión y entonces vuelven las ganas de ver otra vez esa película, con ojos nuevos, para volver a perdernos en esos interminables pasadizos.