Visitas al blog

martes, 14 de abril de 2015

La espuma de los días, Michel Gondry

Más de dos horas de surrealismo puro


A mi amiga Eri, 
que me espera paciente  a que termine de llorar en el cine hasta el último crédito...



" Sólo existen dos cosas: el amor en todas sus manifestaciones (...) y la música de Nueva Orleans o la de Duke Ellington", Boris Vian



Michel Gondry (¿les gustó Eterno resplandor de una mente sin recuerdos?) nos ofrece esta vez un trago exquisito, para muchos quizás un poco excesivo. Fruto de la devoción por la lectura de una de las novelas más tristes de la historia, el director se pone a jugar con las imágenes surrelistas del escritor francés Boris Vian y no escatima en colores, recursos, locura y emoción.



Mezclen en el piano-coktail de Colin, el protagonista, cinco medidas de felicidad azul y cinco medidas de angustia morada; agreguen la sonrisa naive de Romain Duris y el irresistible encanto de Audrey Toutou; revuelvan enérgicamente con la música de Duke Ellington y llenen una copa con ese dulce elixir. Después bébanse ese trago de 131 minutos, sin despegar los ojos de una pantalla hipnótica.



Si leyeron la novela como yo hace 30 años, necesitarán locamente abrir el libro con las marcas de la sorpresa de la primera lectura de aquellos tiempos y comprobarán atónitos que Gondry asumió la demencial tarea de trasladar las imágenes surrealistas de Vian, creadas en su mente, al lenguaje del cine. Todo teñido con una estética que nos recuerda los años setenta en los que fuimos adolescentes, con las máquinas de escribir, el culto a la amistad y a las utopías, los televisores en blanco y negro, los discos de vinilo, el amor a los libros... 



Y no solo las imágenes, sino también los diálogos. Respetados casi devotamente. Esos diálogos que le dan carnadura a los adorables e inolvidables personajes de La espuma de los días (1947): Clohé, la chica con nombre de canción; Nicolás el chef-mejor amigo que todos quisiéramos tener en nuestra cocina; Chick el coleccionista obsesivo de los libros de Jean Sol Partre.  Y por supuesto Colin, que " era tan bueno que se veían los pensamientos azules y malvas agitarse en las venas de sus manos".  Colin que solo quiere ser feliz : "Lo que me interesa no es la felicidad de todos los hombres: es la de cada uno".



Me pregunto cómo Boris Vian pudo transmitir tanta belleza, tanto amor a la vida y tanto desencanto a la vez. Esa angustia existencialista sartreana queda convertida en angustia poética. Quizás por eso, para distinguirse del filósofo francés, parodie tan cruelmente a Jean Paul Sartre; no es a través de la razón sino del corazón que podremos acercarnos a lo inefable. 


Y lo inexplicable de la vida es que en ella crezca la muerte, solapadamente, como un bello nenúfar blanco que va comprimiendo nuestro pulmones cuando menos lo esperamos.


Entonces nos convertimos en desterrados del paraíso, mucho más desdichados cuando conocimos la fugaz felicidad.

En una hermosa escena, en la que por la magia del cine la pantalla se parte en dos, en una mitad llueve y en la otra es un día soleado en la campiña. En ese momento  se preanuncian esos dos momentos del film. Todas las sonrisas, las nubes, las flores, las danzas, la ternura de un ratoncito compañero y  la abundancia de quien lo tiene todo y puede dedicarse a vivir la vida jugando como un niño que nos seducen en la primera parte de la película nos arrojan más desesperadamente a lo irremediable. 



"La gente no cambia. son las cosas las que cambian" dice Colin. Y Gondry le tomó la palabra, las cosas en la película tienen una importancia superlativa. Los objetos, verdaderos diseños con valor artístico,  están animados, animalizados como el timbre araña o como esa casa viva que se va achicando cada día para acompañar la agonía laboriosa de la dulce Clohé.



El cameo de Gondry en el papel del doctor Mangemanche parecería subrayar la idea de que ni siquiera esta película realizada con toda su pasión o la magia del cine en general podrá salvarnos. Estamos solos y arrojados a un mundo sin sentido. Eso lo sabía muy bien el joven Boris Vian en el ´47, eso lo sabe muy bien Michel Gondry en la segunda década del siglo XXI.

miércoles, 1 de abril de 2015

Diario de viaje: Granada II

La Huerta de San Vicente


Si bien no es aquí donde nació García Lorca, esta fue la casa de veraneo de la familia García, donde toda la familia pasaba el largo y tórrido verano  en medio de la sencillez de esa casona fresca, de muros anchos, en medio de la naturaleza.



Aquí Federico escribió sus obras más importantes durante los veranos desde 1926 hasta 1936. Estamos hablando de nada más y nada menos que de Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba, por ejemplo.



Solamente se puede recorrer la casa con visita guiada. Si van en temporada alta conviene que reserven por teléfono. Nosotros salimos a la mañana, tomamos el colectivo C5 desde la parada del Monumento de Isabel la Católica y nos bajamos a una cuadra del Parque García Lorca. Allí se encuentra la casa-museo de la Huerta de San Vicente, restaurada y ambientada con objetos de la familia, fotos, pinturas, la cocina con sus cobres y cerámicas, el viejo piano en el que tocaba Federico y los dormitorios en el piso superior .


Llegamos media hora antes de la hora de visita, así que recorrimos los jardines y tratamos de espiar tras las rejas. Estábamos solos. Cuando llegó la guía nos dimos cuenta de que éramos los únicos visitantes. Cuando la guía abrió la puerta principal y entramos al salón se me hizo un nudo en la garganta... Entraba el sol de la mañana por las ventanas... Vi la escalera que subía a las habitaciones y me pareció que en cualquier momento podría bajar Federico con ese clásico mameluco de obrero que le gustaba usar para estar de entre-casa.


La guía me pidió que dejara la mochila para hacer el recorrido y me advirtió que estaba prohibido sacar fotos dentro de la casa. Mejor. Me liberé de esa obligación que siento siempre por registrar lo importante para permitirme tener todos los sentidos dispuestos a vivir esta experiencia de comunión con el espíritu de uno de los seres más luminosos que me acompañan con su mirada poética y su pasión desde que lo conocí cuando era muy chica. ¡Estaba en la casa de Federico, en Andalucía! ¡Qué difícil separar la realidad del sueño!


Todo, absolutamente todo en la casa es perfecto, sencillo y cálido. En el medio de ese silencio profundo parece oírse el bullicio de los almuerzos familiares y de las reuniones en las salas y patios.

Lo más impactante para mí fue entrar a la intimidad de su cuarto de soltero, con la cama individual, el amplio escritorio donde escribía, sobre el cual aún está colgado el famoso afiche de La Barraca, y ese balcón luminoso por donde entra la luz del jardín.



Además del cuarto intacto de Federico, en el piso superior las otras habitaciones están acondicionadas para exponer una serie de fotografías familiares, muchas de ellas fueron tomadas con una cámara Kodak  por su adolescente hermano Francisco. Allí aparecen las caras de los espíritus que pueblan de ese sentimiento gozoso esa casa que los dueños de la muerte no pudieron robarle en los años que siguieron al infame fusilamiento del poeta. Allí, la intimidad en blanco y negro, nos regala sonrisas, ocio, charlas, horas de lectura. 

En la Huerta de San Vicente encontré vivo a Federico. Esa casa, de pie, con sus muros blancos, sus objetos, sus retratos, sus obras de arte, nos devuelve al ser humano entrañable y cálido, amoroso con su madre y sus hermanos. Amigo de sus amigos, tierno con sus sobrinos, lleno de pasión por la justicia y por un mundo mejor. 



Me quedo con esas últimas sonrisas de un hombre que con solo 38 años pudo dejarle al mundo una obra inmensa. Un espejo en el que podremos seguir mirándonos por mucho tiempo más todos los hombres y mujeres que lean alguna de sus poesías o que lean o vean representadas sus obras.



¡Me fascinó conocer este lugar!



Nota: todas las fotos de interiores y los retratos de Federico fueron tomados de la Casa Museo Huerta de San Vicente, Granada en http://www.huertadesanvicente.com